Un día que pasa
Hoy alguien me ha contado que fue a ver la película Los cronocrímenes. Este comentario, en apariencia tan banal, me ha transportado de golpe a uno de esos días extraños que suceden a veces.
En Madrid yo cenaba con una amiga y el equipo de producción de esta película. Ella había hecho el montaje y tenían una cena para celebrar que por fin la película estaba terminada. No quería dejarme sola y no podía dejar de ir a la cena, así que decidió invitarme. Fui. Estaba el director, Nacho Vigalondo, con quien estuve hablando de blogs y que me comentó sus dudas sobre una oferta que había recibido de El País para ser bloguero «oficial» del periódico. También estaba un amigo suyo, otro jovencísimo director de cine cuyo nombre no recuerdo que acababa de volver de grabar (como actor) una sitcom en EE.UU. y no paraba de hablar y de contar graciosas anécdotas sobre la televisión americana y sus entresijos.
Ainara estaba perfectamente integrada en el equipo, charlaba -aunque menos animadamente que de costumbre- y de vez en cuando me miraba de reojo. Yo lo observaba todo más bien callada, perpleja. Era de noche, Madrid, cenábamos en una pizzería de moda del centro. Esa misma mañana, Ainara y yo estábamos en Soria, en un pueblo de no más de 30 habitantes, enterrando a mi tía Julia. Para ella también era «la tía».
Se habían caído bien desde el principio, las dos se reconocieron al instante: la joven que mi tía había sido, la vejez que mi amiga quería tener. Había sido hacía unos años, en diciembre, cuando Ainara y yo decidimos la locura de celebrar con mi tía su 94 cumpleaños y ella desde Madrid y yo desde Barcelona nos juntamos en la estación de autobuses de Soria para coger un taxi que nos llevaría al pueblo, «porque nosotras lo valemos». Mi tía estaba feliz de vernos, se rejuvenecía con nuestra conversación y el día se le pasaba volando. Le habíamos preparado un chocolate caliente con bizcochos y presumió de ello con las vecinas durante mucho tiempo. También le encantó -cómo no- un pañuelo para el cuello que Ainara le había llevado de regalo.
Cuando murió, a los 97 años, la primera a la que llamé fue a Ainara. Creo que le dije «la tía» y ella entendió sin más palabras. Estaba en Madrid y quiso venir al entierro. Nos volvimos a encontrar en la estación de autobuses de Soria, con un ánimo bien distinto a aquella otra vez. Allí estábamos las dos, de nuevo en el pueblo. La tía Julia, que había preparado ella misma su tumba a los 84 años, y que era una de las personas más vitales que habíamos conocido nunca, ya no estaba. En el cementerio hacía frío y la lápida que mi madre y yo tantas veces habíamos limpiado por fin tenía un nombre. Yo lo observaba todo más bien callada, perpleja. Hacía menos de 24 horas, yo, la misma que en ese momento hundía los pies en sus raíces, plenamente consciente del lugar al que pertenecía y dónde terminaría algún día, tomaba un té en Varsovia y cogía un tranvía lleno de gente.
La noticia la supe cuando aterrizó el avión, no antes. Yo viajaba con una maleta enorme llena de cosas que no eran mías. Antes de llegar a casa, tuve que parar en la estación de tren para que una amiga la recogiera. En realidad no recuerdo muy bien en qué orden sucedieron las cosas. Sé que en Varsovia me había olvidado el cargador del móvil y que durante mucho rato (hasta que encontré otro) me angustió por encima de todo la posibilidad de perder ese hilo que me comunicaba con mi familia. También me recuerdo en moto, con la maleta llena de cosas que no eran mías y una amiga cubanísima, negrísima y enorme. En mi desdibujada memoria ahora pienso que pasé la noche en su casa y que por la mañana me llevó a la estación de autobuses.
Así que en aquella pizzería de Madrid, junto al equipo de Los cronocrímenes, yo intentaba procesar las últimas 24 horas, en ese viaje imposible: Varsovia-Barcelona-Soria-Pueblo-Madrid. Un familiar se había ofrecido a llevarnos a la capital en coche directamente desde el cementerio. Fue un trayecto extraño, con aquel casi desconocido que sin embargo compartía la misma memoria de mis antepasados. Hubo muchos silencios y algún esbozo de historia sobre sus abuelos (mis bisabuelos). Sobre todo, de aquel último tramo entre el pueblo y la gran ciudad, una tarde de invierno que parecía ya noche, me quedó una frase: «un día que pasa y una persona que ya no está».
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