Regalos de Navidad
Hace ya tiempo que en mi casa no celebramos la Navidad con grandes excesos. Apenas si ponemos un mini belén (justo la Virgen, San José, el niño y dos bueyes) cuyas figuras le regaló a mi madre hace unos 50 años un señor del pueblo, creo que el molinero, y que algún día heredaré. También ponemos un árbol con luces pequeñito, de no más de 30 cm de alto, que mi madre compró en los chinos.
Tampoco solemos hacer regalos. Mi madre dice que uno no se puede gastar el dinero en esas cosas. Como mucho, nos regala algo útil, como un pijama o un cepillo de dientes. Todos los inviernos me compra también un chaquetón que luego yo nunca me pongo, pero eso más que un regalo es una de sus manías. Ahí se van acumulando año tras año en el armario abrigos cuatro tallas por encima de la mía. Creo que los compra así para luego ponérselos ella, pero también puede que sea que todavía mantiene la esperanza de que algún día yo engorde.
Desde que me fui de casa, cuando vuelvo por Navidad, vuelvo con regalos. No sé por qué, la verdad. Quiero pensar que aunque mi madre siempre dice «pero ¿para qué traes nada?» en el fondo le hace ilusión. Además, yo soy ahora la única que trabaja de la familia y me lo puedo permitir (mi padre está jubilado por enfermedad desde tiempos inmemoriales; mi madre siempre fue ama de casa; mi hermano mayor después de su estancia como misionero -que no cura- en Nicaragua se ha puesto a estudiar Ciencias Religiosas; y mi hermano pequeño acaba de dejar sus estudios y todavía no trabaja).
Este año a mi hermano mayor le he regalado un cuaderno Moleskine de hojas blancas, para que lo lleve a sus clases. A mi hermano pequeño un pack Axe (el utiliza esta marca) que lleva after shave, gel, desodorante y un neceser. A mi madre, una colonia buena, de esas que ella nunca se compraría solo por el precio. Y a mi padre una botella de vino gran reserva, de cosecha del año en que se casaron.
Yo me he regalado a mí misma la agenda semanal Moleskine tamaño 1/4, y un champú Eroski. En Madrid, Elena me regaló un cuaderno de limones muy bonito, y el «penkito» -el novio del «no-cari» de Elena- me regaló un inciensario. Además, fui a comer con el «no-cari» y el «penkito» y como era navidad en el restaurante nos regalaron un bolígrafo negro elegante. Ya en casa, mi hermano pequeño me regaló uno de sus jerseys favoritos, que a su vez había pertenecido a un amigo suyo, y mi madre insiste otra vez en comprarme un chaquetón, pero por el momento la he convencido de que no.
Mi padre ha dicho que guardaría la botella para abrirla el día que me case, y yo le respondido que puede esperar sentado, que mejor la abra en Nochevieja y nos la bebamos entre todos (menos mi madre, que eso del vino lo mira con mucha desconfianza). Mi madre ha contestado que se deje de bodas, que ahora la gente ya no se casa. Yo he mencionado en voz baja que al contrario, que ahora precisamente sí nos podíamos casar. Lo he debido de decir muy bajo, o no le han dado importancia al comentario, porque han seguido hablando de lo mucho que cuesta hoy en día una boda, y de lo caro que está todo, y de que no se me ocurra volver a gastarme dinero en regalos.
A pesar de todo a mi madre le gusta mucho celebrar los reyes, y de pequeños siempre nos contaba que ella una vez los había oído pasar por el tejado de su casa del pueblo, y nosotros la creíamos a pies juntillas. También dejábamos las zapatillas de casa junto al balcón y poníamos un poco de anís y unos dulces para los reyes. Por esa fecha ella siempre se guarda alguna sorpresa bajo la manga, aunque sea una cosa mínima, así que no descarto que entonces tenga preparado algún regalito. Por ejemplo, el año pasado me regaló un huevo Kinder sorpresa y una libreta de papel reciclado que le habían dado en la farmacia.
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