Desde el aire
Vengo de un mundo que está a punto de desaparecer.
Lo pienso ahora que veo unas fotografías aéreas del pueblo donde nació mi madre y del pueblo donde nació mi abuela.
El de mi madre es un poquito más grande, pero el de mi abuela son unas manchitas rojas agrupadas como una piña en medio del campo. Desde el aire puedo distinguir cuatro calles principales, la plaza, y vagamente imagino la iglesia. En verano hay unas 50 personas viviendo allí. En invierno el número baja hasta 10 o 12. En el pueblo de al lado, creo que sólo vive el pastor.
Muchas veces al hablar de estas cifras la gente me miraba condescendiente o asombrada y alguno incluso se atrevía a decirme que algún día esos pueblos desaparecerían, como han ido desapareciendo tantos otros en España. Yo me negaba a aceptar esa idea. Mi pueblo no puede desaparecer. Pero ahora, al ver estas fotos, estas imágenes planas, objetivas y lejanas de estos dos lugares, por primera vez mi punto de vista ha sido el mismo que el de aquellos de fuera a los que yo hablo de mi mundo. Y así y todo, mientras escribo esto, me resisto a creer que quizás me toque vivir su desaparición, que quizás yo pueda hablar de uno de esos pueblos como lo hace ahora mi madre de otro pueblo de la zona, abandonado desde los años 70. Que pueda recordar dónde estuvo la plaza, el lavadero, la iglesia, el cementerio… y que nada de eso quede ya.
Por el pueblo de mi madre todavía no temo. Es relativamente grande (en mi escala de los mapas) y en verano nos juntamos unos 200 o 300 habitantes. En invierno el año pasado conté 43, pero las casas están arregladas y la gente está invirtiendo en esa segunda vivienda, no creo que se echen a perder tan fácilmente. Los fines de semana, cuando empieza a hacer buen tiempo, también llegan los que entre semana viven en la capital. Los jóvenes que dejaron de ir al dejar de ser niños, ahora ya casados y algunos de ellos padres, regresan para que sus hijos disfruten de un lugar tranquilo. Y así seguirá pasando, y seguirá renovándose la población, al menos en verano.
El pueblo de mi abuela me preocupa más. Hace poco desapareció una calle entera. Era una calle vieja al ras de un precipicio (una parte del pueblo da a una pared vertical, de tal forma que las casas quedaban colgadas sobre esa pared) que amenazaba caer sobre una bodega recién construida al pie de la roca, por lo que decidieron tirarla antes de que se viniera abajo. Mi madre siempre protesta porque a mí me gusta todo lo viejo y ruinoso: era mi calle preferida.
Nadie me avisó de que la habían tirado y se me encogió el alma cuando la vi convertida en un montón de escombros. Intenté buscar entre esas ruinas una madera que estaba sobre la puerta de una de las casas en la que se leía grabado «1793», pero no la encontré. Paseaba entre esas piedras con mi tía Tere (la hermana pequeña de mi abuela, con quien se llevaba 20 años) y a pesar de ser una mujer igual de práctica que mi madre, creo que a ella también le apenaba esa desaparición. En la difícil construcción de esas casas sobre el precipicio había participado el padre de mi tatarabuelo, que era maestro albañil. Me contaba mi tía que unas parientes quieren rehabilitar su casa, al principio de la calle, y que milagrosamente ha sido la única superviviente, pero que no saben cómo hacerlo, porque las empresas de construcción hoy en día les dicen que tiene un acceso imposible.
Así que hace más de dos siglos, con mucha menos tecnología, se construyó una calle entera, y ahora, en pleno siglo XXI, dicen que eso es imposible… Quizás sea por eso por lo que mi mundo está a punto de desaparecer. Mi mundo, tan pequeño, tan antiguo, tan imposible…
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