Before Sunset

Hoy, en el viaje de vuelta, he rescatado a un matrimonio mayor que estaba esperando un tren que no pasaba por aquella estación. Les he explicado lo que tenían que hacer y me ha puesto contenta ayudarles. Después, ya en el tren, no sé por qué, me he puesto a pensar en historias de viajes, de encuentros inesperados, momentos que serían el inicio perfecto de un libro... Me he acordado de la película Before Sunset (Antes del atardecer), que habla de todo eso, de un encuentro hace 10 años, una presentación de un libro, la recuperación de un diálogo...

Se me ha ocurrido entonces que me gustaría tener el DVD original y que podría aprovechar el cupón de descuento que recorté hace unos días del periódico. En realidad, solo he visto una vez la película, era en la época de María en Barcelona, no sé si fui con ella o no, pero tuvo que ser en los cines Icaria, porque al salir me recuerdo sentada frente al mar, mirando los reflejos de los barcos en el agua, preguntándome sobre la extrañeza de vivir en Barcelona y con los versos de Peri Rossi de fondo: «me amabas porque una tarde de invierno, en lugar del cine, te llevé a ver salir los barcos». Aquella noche quedé con Abel, quizás también con María o con Marta, conversábamos un poco de todo, probablemente llevábamos un carrito de revistas, los skaters se exhibían frente al Macba y los pakis se paseaban vendiendo cervezas. Pensé que las conversaciones de aquella película eran un poco como las nuestras.

El tren se ha ido llenando de gente y a mi lado se han sentado un chico y una chica de unos 30 años. Él era alto y grande, campechano, como de pueblo. Ella, pequeñita, un poco pija, como de ciudad. Venían hablando de Madrid, de una peli francesa llamada Los peregrinos, de la Casa de las Américas y de la Cibeles. Ella ha sacado un paquetito con regalices rojos del bolso y a él se le han iluminado los ojos. Le ha faltado tiempo para devorar dos de ellos. Ella se ha reído y le ha dicho: «mira, dulce y salado», enseñándole una mini-bolsa de Triskis, que han comido entre los dos, mientras seguían charlando. Me ha hecho ilusión el gesto de él, feliz con sus regalices. Además, ha mencionado Soria y las fiestas de San Juan, y me he imaginado interrumpiendo su conversación para preguntarle si era de allí.

Al salir del tren he bajado al mar. Las calles de Sitges entre semana, en esta época del año, todavía son recogidas y tranquilas, como si los turistas no existieran. Parecen abiertas únicamente a la gente del pueblo, la que lleva el pan en una bolsa, vuelve del gimnasio o termina una conversación en un portal. He ido pensando en mi guapa; hoy hemos comido juntas y le he prometido que me cuidaría: evitar el estrés, dormir más, comer más sano... Si bajaba al mar, era gracias a ella. Quería recuperar las pequeñas cosas del día a día para contárselas.

En la playa no había nadie y empezaba a anochecer. Los barcos de recreo atracados formaban un concierto desordenado. Nunca he sabido muy bien qué parte exacta de ellos es la que el viento mueve y suena de esta manera que a veces, si cierro los ojos, me parece que es la misma que la de los atardeceres de verano en el pueblo, cuando los pastores traen de vuelta el rebaño de ovejas y se oyen de lejos los cencerros. La imagen no dura mucho, de todas formas, porque el mar sigue ahí, acompañando también cualquier sonido detrás de los ojos cerrados.

El reloj de la iglesia da las 10. Un coche rojo con la bandera de Suiza aparca justo detrás del banco que acabo de dejar. Regreso a casa bajo la atenta mirada de los gatos habitantes de mi calle, que siempre me recuerdan los paseos nocturnos por el casco viejo de mi ciudad, cualquier día entre semana, como hoy, lleno de cosas pequeñas.

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