Paseos y refugios
Muchas veces paseaba en círculos alrededor de un punto conocido al que no terminaba de acercarme del todo. Podía ser el piso donde vivía una amiga o la biblioteca donde trabajaba otra. Eran lugares seguros a los que podía acudir cuando mi casa se hacía demasiado grande o demasiado pequeña (o tal vez era yo la que cambiaba de tamaño). Sin embargo, me daba miedo desgastarlos y tampoco quería mostrarme así de perdida ni aferrarme a ellos como última salvación. Prefería que los lugares llegaran a mí, y no yo a ellos.
Daba tres pasos adelante, cuatro atrás, esperando. Entraba en una tienda, compraba una bolsa de patatas, me entretenía mirando un árbol. Esperaba. Muchas veces me volvía a casa sin que pasase nada. Ni siquiera arrastraba ninguna culpa -ni cualquier otro sentimiento- por no haber alcanzado un refugio. Salir a buscarlo -o a que me buscase- ya era suficiente.
Otras veces me sentía tan pequeñita que no tenía fuerzas para llegar a ningún sitio. Salía de casa rápido, como escapando, y cuando estaba lo suficientemente lejos me sentaba en un banco a ver pasar el mundo. Solía llevarme algún libro, como excusa, pero nunca llegaba a pasar de página.
Los mejores días eran cuando los refugios me encontraban. Por allí pasaban Nuria, Bea o M. Jesús y debían de verme ya de lejos con la cara que uno tiene cuando nadie le ve, en la que seguramente seríamos incapaces de reconocernos. Al mirar a los otros nos mostramos ante ellos; al sabernos mirados, incluso solos ante el espejo, interpretamos un papel de manera inevitable. Así que yo, sin saberlo, paseaba con mi cara más oculta, más desnuda, y solo así me acercaba al centro del círculo en el que me movía.
Una vez a salvo, tomábamos un café, un pincho de tortilla, una bravas... entre conversaciones serias y no tanto. Depende del día les hablaba de mis cambios de tamaño, o depende del día me disfrazaba tras cualquier intrascendencia, aunque eran (son) demasiado listas como para engañarlas.
Irse siempre resulta más fácil que quedarse y sin embargo la nueva ciudad está desprovista de refugios ante los que dar vueltas. Los lugares seguros se convierten ahora en chinchetas sobre un mapa o sobre un plano de calles rectas y alargadas. Mientras tanto, de casa a la oficina y de la oficina a casa. A la hora de comer me gusta salir a pasear. Repito los mismos recorridos, intento cambiar cruzando por una u otra calle, pero el barrio no deja mucho lugar a la improvisación.
Entro en una tienda, compro una bolsa de patatas, me entretengo comiendo un sandwich. Emilio no trabaja lejos, e inconscientemente mis pasos me llevan hacia allí, pero es difícil de encontrar. A veces le dejo una revista junto a la puerta y me escapo de puntillas. Otras me descubro sentada en cualquier sitio (portal, salida del metro, parada de autobús...), como esperando. Por un momento, me veo desde fuera con esa cara que los demás no ven: abstraída, con la mirada un poco hacia arriba, como si no estuviese aquí. Aterrizo y observo a mi alrededor: el mundo sigue cambiando de tamaño, y yo con él.
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