El agua bajo nuestros pies sigue corriendo…
Me gusta tender la ropa porque las manos luego me huelen a suavizante, y éste es un olor nostálgico, como de infancia, de ropa recién planchada y limpia sobre la cama.
Mientras la lavadora da vueltas, pienso que es un gran invento. Porque el lavadero de mi pueblo tiene mucho romanticismo, pero en estos tiempos no es nada práctico lavar todavía sobre la piedra. Yo lo he hecho, alguna vez (pocas) de pequeña, con mi madre, porque no siempre tuvimos lavadora en la casa de verano. Como era una niña y apenas alcanzaba el borde del lavadero, me dedicaba a correr alrededor de él, deteniéndome siempre en un agujero que había en el suelo tras el que se oía el agua correr y asomaba un trozo de tubería. Aquel agujero me parecía enorme, y siempre tenía miedo de que se tragara mi pie en un descuido. Por eso me paraba ante él, lo vigilaba, medía las distancias y lo sorteaba con un salto.
Después de comprar la lavadora, ya no iba por allí, aunque el lugar no dejaba de ser fascinante. Sobre la pared siempre se reflejaba una luz dividida en 9 cuadros iguales, correspondientes a los cristales de las ventanas. Con el reflejo y el sonido del agua, además, esta luz cobraba movimiento. El lavadero sigue en uso (me pregunto si alguien lo usa realmente todavía), así que lo muestro cada vez que viene alguien a visitarme.
Si estiro la mano hacia abajo, toco el borde de piedra de uno de los pilones (tiene dos, uno de lavado y otro de aclarado) y ésa es la medida de ahora, la objetiva, la de fuera. Sin embargo, la de dentro, la subjetiva, es la imagen que se superpone cada vez que regreso a ese lugar, la de una niña de puntillas que echa la cabeza hacia atrás y alza la barbilla intentando asomarse para ver el agua.
Entonces siempre cuento la historia de aquel hueco en el suelo, lo señalo y añado que supe que había crecido cuando aquel agujero dejó de parecerme tan enorme, cuando ya no hacía falta un salto sobre él, sino un pequeño paso.
Pienso ahora, con las manos todavía oliendo a suavizante, que en realidad sigue habiendo muchos agujeros que nos dan miedo, por más que nos hagamos mayores. No sabemos cómo medirlos, porque se superponen distintas escalas (las de dentro, las de fuera) y dudamos si atravesarlos de un salto o con un paso adelante. Y el agua bajo nuestros pies sigue corriendo…
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