Mi historia con Juan Rulfo
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En septiembre de 2001 me concedieron una beca Intercampus para impartir unas clases en una universidad en México. Era la primera vez que viajaba a ese país. Yo no había leído nada de Rulfo, pero un amigo tenía absoluta fascinación por «Pedro Páramo» y me hizo una petición curiosa: Me entregó su ejemplar del libro para que un agente del aeropuerto se lo sellara y certificara que ese libro había entrado en el país, como si fuera un pasaporte. Pensándolo con perspectiva, la petición era bien rara y casi imposible de cumplir, porque un sello oficial no es algo que se pueda ir poniendo así como así en cualquier sitio, y todavía menos en un libro, pero a mí no me lo pareció tanto y le dije que lo intentaría.
Ya en el aeropuerto de DF, antes de entrar al país, había muchísima gente y una cola única que conducía a varios puestos de aduana para que te sellaran el pasaporte. Me fijé en toda la masa gris de agentes y al ver a uno en concreto pensé: «ese me sellará el libro de Rulfo».
Fui dejando pasar gente en la cola hasta me tocó con el que yo quería. Le hice, casi tartamudeando (porque a la hora de la verdad a mí estas cosas me ponen muy nerviosa), mi peculiar petición y fue entonces cuando se le iluminó la cara por completo: Por supuesto que sí, que él me sellaría el libro, que qué ilusión, que él y Rulfo habían sido compañeros de trabajo cuando Rulfo era oficinista y agente de aduanas. Fue a por más tinta para que el sello se viera mejor, me habló sobre los papeles desordenados de Rulfo sobre su mesa de trabajo y los cafés silenciosos que alguna vez habían compartido, y yo salí del aeropuerto con una sonrisa enorme por aquella casualidad, y sin entender muy bien cómo o por qué había sabido yo que justo aquel era el tipo. Aquel y no otro.