Conservación de los recuerdos

Cuando se fue, me escribió su dirección en una servilleta. Era una dirección llena de números, porque allí las calles no tienen nombre. En una esquina, dibujó dos muñequitos muy simples unidos por un lazo: éramos ella y yo. En la parte de abajo trazó otra muñequita muy simple bajo una palmera y un sol, y en el otro lado, unos montes con lluvia y una muñequita con un paraguas junto a una oveja. Ella en su costa americana y yo en mi pueblo de Soria. Entre los dos mundos colocó dos relojes, para que no olvidara la hora en la que cada una vivía.

Esta servilleta es uno de esos recuerdos sin archivar que andan desordenados por mi casa, como si de cronopios se tratasen. Hoy ha aparecido al desdoblar una manta. Me ha hecho recordarla y he sonreído. A ratos la echo de menos. Hace poco me escribía para felicitarme por todo lo bueno que me está pasando y me decía que ella había cambiado mucho. Sin embargo, en su mail hablaba de colores nuevos para su cocina y para su salón, y sus cambios se teñían de verde pistacho o naranja terracota. Seguía siendo la misma, al menos yo la recordaba así, dando un nombre preciso a cada color.

Cuando pienso en ella es así, un recuerdo. No puedo imaginarla en su mundo, rodeada de sus nuevos colores. No me había dado cuenta hasta ahora, pero para mí ella no es alguien que exista al otro lado del mundo y que ahora mismo, mientras yo escribo, esté tomando un café, por ejemplo. Ella es la que fue, la que yo recuerdo, la que no puedo imaginar en otro lugar que no sea Barcelona.

Y mientras tanto vamos viviendo, cada una en un reloj, cada una en un paisaje.

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