Releyendo a la Gaite

El primer libro que leí de Carmen Martín Gaite, Lo raro que es vivir, lo saqué prestado de la biblioteca de la Universidad de Kent, creo que era mayo, o junio, y desde entonces mi vida no ha vuelto a ser la misma, y no exagero.

El segundo libro que leí de ella, en ese mismo mes, fue Nubosidad variable. Este libro lo leí justo antes de tomar una decisión inesperada e improbable, que fue viajar a Nueva York a conocer a un poeta argentino con el que me escribía por email. Me acompañó en ese viaje la energía positiva de la historia que construían Sofía Montalvo y Mariana León, y también unos versos de Gioconda Belli, de quien no podía saber entonces que se convertiría más tarde en alguien que me lanzaría puentes desde el otro lado del mundo.

De vuelta en España seguí leyendoLa reina de las nieves, y ahí sobrevino lo inesperado. Se materializaron ante mí las primeras palabras de su primer libro en mi vida:

«Hay veces en que lo normal pasa a extraordinario así por la buenas y lo notamos sin saber cómo. De entre la sucesión no contabilizada de gestos, movimientos y vislumbres que van engrosando la masa amorfa de lo cotidiano, se separa de los demás uno de ellos, aparentemente insignificante, y salta como la nota discorde de un pentagrama, se queda resonando por el aire como zumbido de moscardón, qué pasa, ha habido una avería o esto significa el comienzo de algo nuevo, nos miramos las manos, las rodillas, qué es lo que se ha transformado, hacia dónde enfocar la atención, no sé. Y sobreviene el miedo o la parálisis.»

La parálisis. El vértigo. No llevaba más de 30 páginas, y me había metido tanto en el libro que lo tuve que dejar de leer en cuanto apareció un final de capítulo que me permitió volver a tomar aire. Ahí había una puerta. Detrás de esa puerta había respuestas. Las respuestas las tenía una señora de pelo blanco y boina a la que tenía que conocer. Escribí una carta a la editorial dirigida a su nombre, con la seguridad de que me contestaría, y así fue.

Me escribió dos cartas, me envió un libro, me llamó por teléfono en respuesta a un papelito que yo dejé en su buzón cuando estuve en Madrid, pero nunca recibí esa llamada por culpa de un malentendido. Me escribió para decirme que no había podido localizarme. Lo último que supe de ella es que le dolían las muelas. No le contesté a esta última carta, y al cabo de un par de meses no podía creer el titular de telediario que anunciaba su muerte, las palabras del locutor: «murió abrazada a sus cuadernos».

Desde entonces camino con esa ausencia pegada, esa conversación que nunca tuvimos. No pude leer sus libros durante mucho tiempo, cada vez que lo intentaba me echaba a llorar. Mi vecino Paolo un día apareció en la puerta de casa con El cuarto de atrás en la mano y me dijo: «Nuria, tienes que escribir, porque leerla a ella es como leerte a ti». Y no escribí, pero recogí ese testigo y volví a leerla. Y un tiempo después, en Buenos Aires caminé de nuevo con La reina de las nieves bajo el brazo, y frente a unos ventanales enormes de la Biblioteca Nacional me dispuse a cerrar una historia que siempre tendrá ese cabo suelto que la muerte no me dejó asir.

En esas páginas, muchas hojas más allá de mi confusa escapada lectora de hacía años, Leonardo Villalba encontraba un libro. En ese libro tropezaba con el vértigo de saberse reconocido. Ahí había una puerta. Detrás de esa puerta había respuestas. Las respuestas las tenía una escritora a la que él tenía que encontrar… Como si cayera por un precipicio e infinidad de hilos me sostuvieran boca arriba, me sentí detenida en un presentimiento imposible de hace años que en ese momento, en Buenos Aires, se me presentaba en palabras. Al igual que le pasaba a Leonardo, todo «tenía que ver inmensamente con la que había venido siendo desde que nací», pero yo ya había perdido a mi interlocutora.

Ahora retomo otra vez sus palabras, como un íntimo reencuentro, en estos días de temporal de nieve. Las respuestas detrás de puertas que cada vez que se abren son distintas, porque nosotros somos distintos. La forma imprecisa en que los recuerdos caen a nuestro alrededor. Y ella, como siempre, lo dice mejor que nadie:

In memoriam (por Carmen Martín Gaite, en Cuadernos de Todo)

En la gente viva uno cree, se empeña en tener esperanza, aunque sepa que se engaña. Cree uno que habrá tiempo para entenderse, que tiempo es lo que sobra, y lo va dejando un día para otro, el hablar. Por eso te escribo a ti aunque no me oyes. Porque pienso que si me sirve de pretexto (imaginando todo lo que irremediablemente nos quedó por hablar) y dado que solo esa desesperación me mueve a comprender lo efímero de mis posibilidades para con los demás, ya es algo si, aunque tú no me oigas, a través de ti, por causa de ti me oyen los demás y les puedo decir alguna de las cosas que ma ha desvelado la tragedia de tu desaparición.

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