Libros en casa
En mi casa (la de mis padres) nunca hubo demasiados libros. Solo una Gran enciclopedia universal y una colección de 20 tomos con las obras completas de Julio Verne, ambas regalo de la Caja de Ahorros, supongo que al abrir una cuenta o hacer un depósito. En mi casa (la de ahora) tampoco hay demasiados libros. Es una de las cosas que más sorprende a quien me visita allí por primera vez (la puerta da directamente al salón, con estanterías metálicas en las que se acumula un variado desorden y asoma tímidamente algún libro).
Supongo que imaginan mi casa como la que describe mi amiga Amaia cuando habla de su padre:
«Era una persona excepcional. No lo digo con la nostalgia y el dolor que produce el que ya no esté. (…) Lo digo porque era culto. Cultísimo. Con una inteligencia que le hubiera valido para hacerse muy rico, pero que él la destinó a tener una familia y a tener libros. De todo. Igual está el Corán que la Biblia. Los americanos que los rusos. Vargas Llosa que Gabo. El pequeño Nicolás que Einstein. La Edad de Oro, el humor inglés, Almudena Grandes, Petrarca, Javier Marías, Kafka. Incluso nombres del Babelia (jeje). Miles de libros en estanterías de bricolaje hechas por él. Mi casa, la que era mi casa hasta que yo formé mi familia, está literalmente forrada de libros».
No, mi casa nunca ha sido así. Mi interés por la lectura nunca he sabido de dónde proviene y solo sé que los libros para mí siempre fueron un refugio y un lugar donde buscar respuestas, pero siempre fuera de casa. Mis padres no compraban libros para ellos, pero eso sí, recuerdo que mi madre a veces se sentaba a leer la enciclopedia, y que solía traer a casa libros sobre pueblos y costumbres. Los fines de semana hacíamos excursiones a esos lugares sobre los que mi madre había leído. Todavía hoy le interesan especialmente los programas de televisión sobre historia local y toma apuntes en hojas de libreta que luego encuentro en cualquier lado. También a veces me llama por teléfono y me cuenta lo último del programa «Palabras mayores» del canal local.
Aunque no entendían mi afición por los libros, nunca me desanimaron y me solían regalar alguno, aunque mi madre siempre me decía «por favor, no te lo leas en un día, a ver si éste te dura algo más». De todas formas, desde pequeña descubrí la biblioteca, ese lugar increíble que me permitía leer 4 o 5 libros por semana, y no me preocupaba demasiado que en las estanterías de mi cuarto o mi salón no hubiera demasiados ejemplares. ¿Si podía leer todos los que yo quería con solo presentar un carné, para qué quería más?
Cuando fui algo más mayor, comencé a comprarme yo misma los libros, pero solo compraba aquellos que ya había leído en la biblioteca y que consideraba imprescindible tener cerca. Generalmente esos mismos libros eran los que consideraba imprescindible que todo el mundo a mi alrededor leyera, así que la mayoría de ellos los prestaba y no siempre volvían. Cuando ya empecé yo a ganar mi propio dinero, me resigné a que en vez de «prestar» los libros era mejor directamente «regalarlos», o lo que es lo mismo, prestarlos sin esperar un retorno. Así es como una vez compré al mismo tiempo tres ejemplares de Amares de Eduardo Galeano (libro que habré prestado/regalado unas 12 veces) y dos de La amigdalitis de Tarzán, de Bryce Echenique (que va por el séptimo «préstamo», creo), bajo la mirada asombrada de la dependienta de la librería.
Me recuerdo viajando a México con un ejemplar de Amares y prometiéndome a mí misma «esta vez no lo regalas, esta vez te lo quedas tú…»; sin embargo volví a España sin él, porque encontré a alguien que de verdad merecía que rompiera mi promesa. Se entiende así que en mi casa haya pocos libros: están dispersos en lugares y personas por los que voy pasando. Y a pesar de que no hay tantos libros me gusta pensar que tras cada uno de los que tengo hay una historia: una amiga dice que en mi casa dan ganas de leer, porque los libros cobran dentro de mi desorden vida propia y saltan a las manos cuando hablo sobre ellos y cuento cómo es que llegaron a estar ahí. Como tienen vida propia, deciden irse o quedarse sin que yo pueda hacer nada. Así las palabras van y vienen a mi alrededor, buscando su sitio, como cualquiera de nosotros.
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