Apuntes I
Mi tía Julia siempre explicaba con orgullo que su padre (es decir, mi bisabuelo) sabía leer y escribir y echar cuentas. También contaba que mi abuelo (es decir, su hermano) podía recitar de memoria el Juan Tenorio y que con eso había entretenido más de una vez a otros pastores cuando les pillaba un día de lluvia en un corral alejado del pueblo.
Mi padre, que tiene edad en realidad para ser mi abuelo (nació antes de la guerra, en el 34) fue también pastor y como las ovejas le tenían ocupado en el campo, no pudo ir mucho a la escuela. Sin embargo, no sé muy bien cómo, porque nunca me lo he imaginado como un alumno aplicado, logró sacarse el graduado escolar y crecí viendo aquel diploma enmarcado y expuesto en nuestro salón, justo encima de la tele, en el lugar más privilegiado de la casa. Es curioso porque también mi madre tiene el graduado escolar, y acabo de darme cuenta de que sin embargo el suyo nunca lo he visto.
Así que desde pequeña me inculcaron que los estudios eran muy importantes para prosperar y tener una vida mejor que la de ellos. Y yo les salí una niña estudiosa, la verdad es que sí, la primera en mi familia en tener una carrera universitaria (antes que mi hermano mayor, que estudió un módulo profesional), la primera en tener una beca para estudiar en Inglaterra, la primera en empezar un doctorado, la primera en tener otra beca para impartir clases en México, la primera en acabar un máster…
Según iba yo moviéndome por distintos ambientes universitarios me daba cuenta de una cosa: yo no era como los demás. Había algo invisible que nos separaba. Se supone que yo era como ellos, que estaba allí con un italiano y un alemán, por ejemplo, hablando en inglés, como si tal cosa, pero yo por dentro pensaba «esto no es “como si tal cosa”». Ellos habían nacido y crecido como quien dice en varios idiomas, tenían padres con estudios, habían viajado ya desde pequeños por media Europa y adivino que en el salón de sus casas no habría enmarcado ningún graduado escolar, porque ese papel para ellos sería un simple trámite, algo que viene dado. Pero que yo estuviera allí escuchando cómo hablaban de teorías económicas en inglés, y que les estuviera entendiendo, era una auténtica rareza, casi una anomalía.
Quizás esa sensación mía tenía algo de sentimiento de inferioridad mezclado también con un cierto orgullo por poder estar a «su» mismo nivel a pesar de que yo no fuera como ellos. «Su» nivel, que era también el mío, pero no era el mío. Siempre me he sentido en ciertos ambientes un poco de prestado, como si me hubieran dado una invitación a una fiesta equivocada y nadie se hubiera dado cuenta.
Pienso en todo esto ahora que estoy leyendo un libro muy recomendable de Sergio del Molino, un ensayo escrito con cierto toque de crónica personal. El libro se titula «La España vacía» y lo publica la editorial Turner. Gracias a él he puesto nombre a ese abismo que me hacía sentir diferente, y que no es otro que el de tener las raíces en esa «España vacía», donde 200 personas (las mismas que caben en una clase de la Complutense de Madrid, como me hizo notar hace años una amiga) son muchos habitantes.
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