Soria, refugio de palabras
Cuando era pequeña, todos los veranos soñaba con ir a Soria capital. Estaba en el pueblo, leyendo año tras año una y otra vez los únicos tres libros que había en casa (Los cinco y el tesoro de la isla, Los cinco otra vez en la isla Kirrin y una edición ilustrada de Miguel Strogoff, regalo de la Caja de Ahorros de la Inmaculada). Pasaba mucho tiempo en casa, porque yo era una niña solitaria y los demás niños me daban un poco de miedo. Tenía una amiga con la que iba a buscar fósiles, cazar renacuajos o coger té, pero incluso cuando ella estaba no siempre salía.
Así que la perspectiva de un viaje (porque salir del pueblo era de verdad un «viaje» y no una «excursión») a la capital era una promesa de calles y paisajes nuevos, y sobre todo de libros, montones de libros en estanterías dentro de la biblioteca municipal. Aquel edificio junto al parque de la Dehesa con sus ventanales enormes desde los que se veían árboles y más árboles y el sol de la mañana era un lugar mágico. También la sala de investigación local me parecía una pequeñita caja que contenía miles de historias por descubrir, ocultas en volúmenes de páginas viejas y en microfichas que solo se podían ver con curiosas máquinas ampliadoras. Entonces aquella biblioteca me parecía que era la mejor del mundo.
Todavía hoy esta biblioteca me parece una de las mejores que he conocido. Ya no soy una niña, los viajes a Soria capital han dejado de formar parte de mi imaginario de verano y ahora, al revés, cuando estoy en Soria sueño con el pueblo y con encontrar a alguien que me lleve el fin de semana. Mi mirada sobre esta ciudad ha crecido al mismo tiempo que yo. Tengo mis pequeñas rutinas. El desayuno en las mantequerías York (desde donde ahora escribo); la caminata hasta el río Duero; el helado artesano Fuentes en el parque de la Dehesa; el paseo hasta la biblioteca; ver atardecer tras los árboles desde los ventanales. Son rutinas de hacerse mayor. Recorro las estanterías y busco respuestas distintas en los libros.
He viajado mucho y he visitado muchas bibliotecas. Las hay desbordantes, como la New York Public Library, pero ésta tiene la desventaja de que los libros no pueden saltar a las manos, porque están escondidos y hay que pedirlos muy formalmente a través de un papel. Las hay preciosas, como la biblioteca Santiago Rusiñol de Sitges, con un patio modernista increíble en su interior, azulejos blancos y azules, y bancos alrededor de un pozo, pero en ésta solo habitan unos poquitos libros. En la biblioteca municipal de Soria donde me refugiaba de pequeña, hoy encuentro ejemplares raros que no encuentro en el catálogo de la red de bibliotecas de Barcelona. No sé si la biblioteca es tan buena o si es que quien la dirige es un solo o una sola con mis mismos gustos y rutinas. En cualquier caso, es asombroso encontrar aquí esta cueva de palabras solitarias que inventan mundos a mi medida.
Vine aquí ayer desde el pueblo; pensaba ir a Madrid esta semana para ver a algunos amigos, aprovechando que estoy tan cerca. Ayer salí de paseo. Pregunté por un libro de un amigo en una librería. Me dijeron que no lo tenían, que lo podían enviar desde Logroño. Probaré suerte en Barcelona. Compré tres libros de poemas en uno de esos lugares míticos, la librería Las Heras, que ha estado ahí desde 1860. Justo cuando salía, el reloj de la Audiencia dio la una, como en el poema de Machado. La ciudad celebra el centenario de la llegada del poeta. Las calles están repletas de versos de Campos de Castilla que flotan sobre enormes carteles. Yo, en oposición, leo versos modernos (La torre de las tortugas, Habitación de hotel, Libro del retorno) de mujeres poetas. «Mientras quede una pregunta, sigues viaje», dice una de las páginas que guardo como revelaciones en el bolso. Quedan tantas preguntas todavía… y sin embargo yo me detengo. No iré a Madrid. Lo he sabido ahora, escribiendo, escuchando las conversaciones de cafetería, mirando por la ventana, leyendo versos que se preguntan. Me quedo. Entre palabras, piedras y recuerdos. Unos días. Después, seguiré el viaje, porque también hay nuevas preguntas y nuevas respuestas en otro lugar, tal vez, lejos.
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