El Nadal que ya no existe
Yo de pequeña soñaba con ganar el premio Nadal. Que quería ser escritora lo sabía desde siempre (desde que me lo enseñó el sr. Koreander en «La historia interminable») y que el reconocimiento supremo era ganar el Premio Nadal, lo sabía desde que mis padres acudieron a una de esas reuniones donde por echar allí la tarde te regalan un «magnífico obsequio» al mismo tiempo que te intentan vender con todo tipo de técnicas cualquier cosa que en realidad no necesitas. Pero en esa reunión a mis padres les vendieron las bondades de una enciclopedia temática que de paso llevaba de regalo una colección de todos los premios Nadal con mueble incluido. Y mis padres pensaron que eso «a la chica» (o sea, yo) seguro que le hacía ilusión y le servía para «los estudios», porque me veían todo el día arriba y abajo con libros de la biblioteca, y de esta manera el dinero que no gastaban en salir a cenar fuera, o en ir al cine o al teatro, o en viajes, o en cualquier otra cosa que no fuera práctica, se lo gastaron en aquella colección.
Lo que no sabían mis padres es que a mí los grandes tomos con grandes obras y tres libros en uno, en realidad no me gustaban, porque yo era más bien pequeña y flojucha y aquellos ejemplares pesaban casi más que yo y eran difíciles de abrir y de leer y no me los podía llevar al parque para leer escondida debajo de un arbusto (que era uno de mis refugios preferidos). Así que en realidad nunca llegué a leer los premios Nadal en aquella colección (salvo un par de ellos, para contentar a mis padres, que observaban su adquisición y me observaban ilusionados), pero el hecho de tener algo tan bien encuadernado y puesto en casa (el mueble sin duda era el mejor que teníamos) dotaba a los contenidos de gran valor y yo asocié rápido que estar en un mueble así era claramente mi objetivo como escritora. En resumen: yo quería ser escritora y además quería ganar el premio Nadal.
Con el paso del tiempo, además de admirar el mueble, también me iba apuntando los títulos en un papel y los iba leyendo de la biblioteca, y claro, ya no es que yo quisiera «mi obra» así de bien encuadernada, es que yo quería escribir igual de bien que Carmen Laforet, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite o Ramiro Pinilla. Además, bastantes años después, Arantza Díaz entrevistó para Revista Iguazú a Ana María Matute y la Matute le habló de la emoción al entrar en el Ritz (hoy Hotel Palace) por primera vez la noche del premio y la emoción de subirse al atril para recibirlo, y a mí, que soy un poco mitómana para estas cosas, se me quedó grabado y soñaba con sentir esa emoción algún día.
Pero fue pasando el tiempo y la Editorial Planeta compró a la Editorial Destino (la creadora del premio Nadal) y de repente ser como la Gaite o la Laforet (que lo ganó con 24 años siendo una desconocida) era ya algo impensable, ya que el galardón de golpe perdía su misión de descubrir y premiar autores desconocidos y pasaba a ser una estrategia comercial más, por lo que el Premio Nadal que yo quería ganar de pequeña era un premio que en realidad ya no existía.
Así y todo, lo confieso, tuve la osadía de presentarme un año (el que ganó Maruja Torres) con una novela que ahí sigue en un cajón, que no puedo juzgar como ni buena ni mala, y que me empeñé en enviar desde Soria, para que llegara con matasellos de allí (para ello cogí un autobús en Barcelona a las 10 de la noche, llegué a las 4 de la madrugada a Soria, dormí un poco y a las 9 me fui a Correos, para coger luego el autobús de vuelta a las 3 de la tarde y estar de nuevo en Barcelona a las 9 de la noche). Mi intención -y estoy desnudándome como una completa ingenua- es que cuando en los periódicos dijeran: «se han recibido XXX novelas, XX de Madrid, XX de Barcelona, XX de Zaragoza… y X de Soria» yo tuviera la certeza que mi manuscrito había llegado y había sido tenido en cuenta, porque dudaba mucho que se enviara más de un manuscrito desde Soria. Sin embargo, ese año, los periódicos nunca llegaron a publicar ese listado, o al menos yo no lo llegué a ver.
Pero lo que yo quería contar en este post no era que me presenté al Nadal, sino que un par de años antes, y en vista de que jamás podría entrar a esa sala del Palace ni subirme al atril, simulé un espejismo cuando una biblioteca de Barcelona organizó una serie de visitas a lugares «literarios» emblemáticos de la ciudad, y me apunté a una visita guiada por el Palace, que incluía la sala donde se entregaba el premio. Y aprovechando que el grupo (mayoritariamente compuesto por señoras jubiladas que querían admirar los dorados y rococós del hotel) pasó por allí sin pena ni gloria, yo me quedé un poco rezagada, y con el miedo de que me pillaran haciendo algo prohibido, me subí al atril y me dirigí en silencio a esa sala vacía, consciente de que mi papel allí nunca sería mayor que aquel, una visitante anónima con un carné de biblioteca pública.
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