Galletas surtidas

En verano, una vez al mes, venía al pueblo el hombre que vendía galletas y dulces. Siempre ponía la misma música, una jota aragonesa (venía de un pueblo de Zaragoza), y se sabía que era él aún antes de que aparcara su furgoneta en la plaza y comenzara a dispensar desde allí su mercancía. Para mí, ese día era una fiesta. Me gustaban especialmente unas galletas dobles redondas que llevaban nata en el centro, y cuya parte más sólida sabía a chocolate (entonces no conocía todavía las Oreo, pero eran algo muy similar).

También me gustaban las cajas de galletas surtidas, que eran como un sombrero lleno de sorpresas. Mi madre, además de comprarme estos caprichos, solía llevar a casa una caja de dos o tres kilos de un tipo de galleta rectangular muy simple, que estaba a medio camino entre la clásica María, y la pasta de té. La mayor virtud de esta galleta estaba en que se conservaba muy bien, así que la podíamos dejar allí y volverla a recuperar la Semana Santa y el verano siguientes, cuando volviéramos a trasladarnos al pueblo. Entonces las galletas estaban un poco blandas, pero no rancias, y tenían un sabor peculiar que siempre me ha recordado a mi abuelo.

Mi abuelo, que murió cuando yo tenía 12 años, me solía dar para merendar una rebanada de pan de hogaza con vino y azúcar por encima. No hace mucho alguno de mis amigos extranjeros me comentaba que había visto hacer esto en algún lugar, y que le parecía algo extrañísimo. Yo sin embargo me sorprendí de su extrañeza, ya que para mí era un gesto muy cotidiano, lo mismo que llevar a una excursión al monte una botella de agua con vinagre y azúcar, como remedio casero contra la deshidratación (al contar esto último mis amigos me miraron aún más asombrados).

De todo esto me acordaba ahora, cual Proust mordiendo una magdalena, al comer una galleta cualquiera que al haber quedado en un paquete abierto durante dos semanas había adquirido la misma consistencia blanda de esas galletas que nos duraban un año entero. Heme aquí, frente al ordenador, con un trabajo que ni siquiera podía soñar cuando era niña (entonces no existía internet, y mucho menos tenían existencia términos como «webmaster» y «usabilidad de las páginas web») saboreando una pasta con una jota de fondo que resuena en mi cabeza, bajo la mirada atenta de mi abuelo y de mi madre.

Los recuerdos son un tacto, un olor, un sabor reconocidos que se posan sobre mi piel y la traspasan, y el futuro es esta pantalla de ordenador, entonces impronunciable.

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