De mar a mar
Últimamente trabajo mucho, horas y horas interminables en la oficina rodeada de códigos y contenidos universitarios. Ahora que he dejado el mundo del póker (aquel trabajo que nada tenía que ver conmigo, en el que sin embargo, aprendí muchas cosas y me lo pasé muy bien), me tomo de manera más personal mis nuevas tareas. Esto no sé si es bueno o malo, porque tomarse muy en serio unas cosas puede ser un síntoma de no querer afrontar otras.
Salgo tarde, cojo el tren tarde, hago el transbordo tarde y llego a Sitges aún más tarde. La mayoría de las veces no aprovecho el trayecto: no leo, no escribo, no observo a mi alrededor... Me limito a dejarme llevar, a dormitar dando cabezazos con la boca abierta sin llegar a descansar realmente. Al bajar en la estación, de todas formas, se me presenta siempre una última oportunidad para redimirme: puedo elegir subir las escaleras de la derecha o subir las de la izquierda. A la derecha están las calles bulliciosas, el centro, los turistas y el mar, la libertad, el espacio abierto. A la izquierda está el Sitges menos popular, el barrio, la cuesta arriba interminable hacia mi casa y los tres pisos sin ascensor.
Debato unos segundos conmigo misma, tratando de decidir entre libertad o cansancio, y me gustaría ser más fuerte, y no debería confesarlo aquí, pero casi siempre gana el segundo: subo con pereza y determinación las escaleras de la izquierda, mi calle interminable y los tres pisos sin ascensor, abro la puerta y me estrello contra el sofá.
Llevo tres días leyendo con fascinación las cartas que una Ana María Moix de 18 años le escribía a una Rosa Chacel de 65. Treinta años después, me rescatan a mí de tanto cansancio. Creo que a Rosa le gustaría saberlo. Esta correspondencia me hace pensar en las personas con las que me he escrito: la ineludible carta por San Mateo de Bea, las que nos hemos entregado en mano o las que nos enviamos tiempo y tiempo después; Ainhoa y su carta escrita con su torpe mano izquierda; Israel pensando en mí en una biblioteca en México; Fran y sus cartas en servilletas moradas y en el envés de cajas de cereales; aquella «niña» una vez y sus folios amarillos; también las cartas y las personas que habiendo sido, nunca llegaron.
Proyecto, además, las personas a las que me gustaría escribir ahora, que de una u otra forma están presentes en el libro. Entre todas ellas, dos: Guillermo, amigo inesperado, tan paciente que no me lo merezco, gran interlocutor, maestro de la reseña y poeta atípico (digno rival de un Quevedo o un Garcilaso), a quien efectivamente debo una carta esencial comenzada quizás hace 10 meses; «Anita», mujer fantástica de exquisita sensibilidad, descubrimiento más que oportuno en un Madrid al que ya voy cogiendo el pulso pero que todavía a veces miro con caleidoscopio (y allí está ella, con su té, sus postales, su medidor del tiempo de colores, detalles a los que solo me siento capaz de corresponder con palabras).
Me gustaría poder prometerles que tendrán carta pronto, pero me conozco demasiado como para hacer tal afirmación. Las «esquinas del tiempo» como dice la Gaite, de la falta de tiempo, más bien, están al acecho. Me vigilan en este instante, sin ir más lejos, en forma de anochecer, falta de luz y ráfagas de aire frío.
Me llega un mensaje de montaña a mar: «la Mola está preciosa». Sonrío. Sigo leyendo De mar a mar. Epistolario, un título clarividente que hoy, al final de la semana de horas y horas interminables en la oficina, no me dejaba otra opción: elegir las escaleras de la derecha, el horizonte y las palabras.
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