La casa de mi abuela

Los primeros años en mi pueblo los pasé en la casa de mi abuela. Recuerdo muy muy vagamente dormir con mis padres en la habitación grande de arriba (la que tiene una claraboya) en un hueco que quedaba a modo de alcoba debajo de las escaleras que suben al granero. El granero era el lugar más misterioso de la casa porque estaba arriba del todo, y para llegar a él había que subir unas escaleras, pasar por delante de una habitación, atravesar otra y subir otras escaleras, por lo que era muy difícil llegar a él sin que los mayores te descubriesen y te mandaran de vuelta a la cocina.

En la casa de mi abuela al salón lo llamábamos «cocina», porque era donde estaba la mesa para comer, la estufa, la nevera y un armario empotrado blanco de puertas de cristal y madera donde se guardaban platos y cubiertos. También allí estaba el televisor, encima de la nevera, y mucho más tarde, después de morir mi abuelo, un sillón orejero en el que mi abuela solía echar la siesta, con las piernas estiradas sobre una silla. La puerta de enfrente a la de la «cocina», era la de la verdadera «cocina», esto es, un rinconcito mínimo (solo cabía una persona) con un fregadero y cuatro fuegos de butano. En el pasillo, junto a la puerta de esta segunda cocina, colgaban un montón de llaves, de todo tipo, entre las que destacaba la de la puerta del corral, que era de esas antiguas, de hierro, más grande que mi mano. Al lado había una plaquita con un «edelweiss» seco que alguien trajo de recuerdo de Suiza, al que mi abuela llamaba «nomeolvides», por lo que para mí estas dos palabras siempre fueron sinónimas.

La habitación de mis abuelos estaba abajo, y entré en ella muy pocas veces, solo cuando hacía falta coger algo (un paquete de arroz, uno de lentejas…) de una pequeña despensa que estaba integrada en aquel cuarto. A mí me gustaban las dos habitaciones de arriba que dan a la calle, que me producían a partes iguales atracción y miedo, igual que todas las cosas desconocidas que son antiguas y nuevas al mismo tiempo. En aquellas habitaciones siempre me llamaron la atención las mesillas cubiertas de fotos sobre las que se colocaba un cristal. Allí estaba mi madre de joven, mis tíos, mi abuelo en la mili, mi abuela de niña junto a su madre en una imagen color sepia desgastadísima… incluso estaba yo de bebé, y mis padres recién casados.

Sobre una cómoda (también llena de fotos) había un niño Jesús en una especie de pesebre y otras figuras religiosas. En la habitación de fuera además estaba la máquina de coser, en la que recuerdo a mi madre un invierno haciéndonos unos disfraces. Me fascinaba investigar secretos en los cajones de la cómoda y de la máquina de coser y alguna vez me guardé pequeños descubrimientos como un dado de madera minúsculo o una aguja con un capuchón verde. Una vez descubrí un despertador al que le brillaban los números en la oscuridad y se me ocurrió darle cuerda para ver si funcionaba… el «tic tac» no me dejó dormir en toda la noche, por más que lo volví a esconder al fondo de cajón y lo tapé con un montón de sábanas dobladas. Pensaba que todo el mundo lo oiría y tendría que confesar que había estado abriendo los cajones, algo que sin que nadie me lo hubiera dicho, sabía que estaba prohibido.

Cuando ya fui un poco más mayor, solía dormir en la habitación de dentro, en la que había una cama mediana vigilada por dos cuadros de Santa Teresa de Jesús y de la Virgen de la Fuente, las dos patronas del pueblo de mi abuela. Antes de darme las buenas noches, ella solía besar estas dos imágenes con la mano y después, apagaba la luz desde la entrada, porque quería evitar que yo me quedase hasta tarde leyendo, costumbre que no le parecía demasiado buena. Se despedía diciendo «Hasta mañana si Dios quiere», como si nunca pudiéramos asegurar a ciencia cierta que fuera a haber un «mañana».

Cuando mi abuela murió, hace unos 5 años, la casa se quedó tal cual, nadie tocó nada. La ropa seguía en los armarios, su toquilla y su bastón colgados del perchero detrás de la puerta, el calendario inmóvil en el mes de octubre del último que ella pasó en su casa. Así ha estado durante todo este tiempo. Ahora mi madre me ha llamado para decirme que hay unos compradores interesados. Un matrimonio joven de Barcelona la estuvo viendo la semana pasada y les gustó. Acaban de confirmar a mi madre que sí, que se la quedan. La noticia me transporta a aquellos primeros tiempos en esa casa y aparece la nostalgia. Echo de menos incluso a la gata de mi abuela y los ratos que pasaba sentada con ella encima (siempre con un cojín en las piernas, porque me daba miedo que me arañase). Mi madre dice que a ella le dio pena cuando tuvo que poner el cartel de «se vende», en los días en que precisamente eran fiestas en el pueblo y estaba ella sola colgándolo. Dice que le parece bien venderla, porque a mi abuela no le gustaban las cosas viejas que se están cayendo y si nadie viviera en la casa, que ahora está muy bien, se terminaría hundiendo. Mi abuela estaría feliz de ver que alguien joven la habita y la arregla a su gusto.

Me pregunto quién será ese matrimonio de Barcelona. Incluso fantaseo pensando que quizás estén leyendo esto ahora. Me gustaría entrar una última vez en la casa de mi abuela, cuando todo todavía siga sintiendo a ella, desprendiendo parte de su memoria que también es parte de la mía. Es curioso cómo las puertas de un lugar pueden abrirse hacia los recuerdos. El calendario debe seguir, las llaves antiguas desaparecer y la niña que investigaba misterios regresar.

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