Cicatrices

No sé cuántos años tenía cuando me corté el dedo índice de la mano izquierda. No debían de ser muchos, porque por aquel entonces mi hermano pequeño todavía iba al parvulario. Había ganado en una actividad un muñeco de trapo gris un poco feo y, como no le gustaba, me lo había regalado a mí. Yo tendría unos 8 o 9 años. Adopté el muñeco de inmediato y lo bauticé como «Pepín». Me gustaba mucho más que las Barriguitas o que una Nancy que nunca llegué a sacar de la caja.

Un día quise prepararle una casa, para lo que me hice con una caja de cartón y cogí a escondidas la navaja roja de mi padre. La navaja roja de mi padre era una de sus primeras navajas (yo la recuerdo desde siempre en casa) y era la más afilada de todas.

Cuando me dispuse a hacer las ventanas y las puertas para la futura casa de Pepín, me llevé medio dedo por delante, y si no lo corté más fue porque la navaja dio con el hueso. Comenzó a sangrar y a sangrar, aunque no recuerdo que me doliera. Yo estaba más preocupada por arreglar ese desaguisado (y, por tanto, ocultar mi «robo» furtivo de la navaja roja, un instrumento que me habían prohibido una y mil veces siquiera mirar) que por cualquier otra cosa.

Envolví mi dedo en una de las toallas del lavabo que se empapó de sangre en un segundo. Cuando mi madre me descubrió la bronca debió de ser monumental, porque la he borrado de mi memoria. Lo que no se borra es la cicatriz, que ha ido creciendo conmigo hasta ahora, y algún día también envejecerá y encogerá conmigo.

Esa fue la primera cicatriz; después ha habido otras.

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