Domingo por la mañana
Una pequeña transgresión: Remolonear en la cama mientras oigo cómo tocan a misa.
Suena la primera. Todavía estoy a tiempo de levantarme. El pantalón blanco y el polo de rayas nuevo estaría bien. Mi madre estaría de acuerdo. Podría saludar así a todas las del pueblo de golpe y cumplir de una vez todas mis obligaciones sociales. «¿Cuándo has llegado?», «Ayer», «Y ¿no están tus padres?», «No, sólo yo», «Ah, ¿tú sola?», «Sí, pero sólo para el fin de semana», «¿No tienes vacaciones?», «No, pero estos días trabajo desde casa , con el ordenador», «Y ¿cuándo vienen tus padres?», «No sé, más adelante», «¿Y tu hermano? ¿Sigue por allá lejos?», «Sí, por ahí está, tan contento», (se miran unas a otras) «Este chico, siempre tan bueno, es un santo…», «Sí, bueno, adiós, tengo que irme…”. Siempre la misma conversación, repetida una y otra vez, con las variantes de «¿Y ganas mucho?» o de (con cara de pena) «¿Y el pequeño, ya está mejor?».
Suena la segunda. Si me levanto podría entrar en la iglesia, al fin sólo se abre cuando hay misa. Me gusta la iglesia, huele a antiguo, en ella el tiempo no existe y es todavía un lugar por explorar. En la sacristía una vez encontré dos cajas de libros y los limpié y organicé en unas baldas sobre los vestidos del cura. Allí está también la cuerda que hace sonar las campanas y de la que es una tentación tirar. En el coro hay imágenes de santos rotas y otros objetos sacros llenos del polvo y las arrugas del tiempo. Pertenecen a una época que no es nuestra y llegan hasta aquí maltrechos por el viaje. Trato de buscar en mi memoria un espacio de pueblo populoso, de actividad diaria en el campo y fervor religioso dominical, pero yo sólo alcanzo a llegar a mi infancia de exploradora de trastos viejos en un coro de escaleras frágiles de piedra. Mi madre y otras mujeres limpiando la iglesia para el día de la fiesta, y yo fingiendo que paso un trapo mientras busco tesoros escondidos.
Suena la tercera. Me revuelvo en la cama. Me abrazo a la almohada. Quizás éste sea el primer domingo que estoy aquí y que no voy a misa. Pienso en la vida fuera del pueblo. En mi niña de folios amarillos que siente en voz baja el mismo «miedito» que siento yo ante nuestro reencuentro. Un miedito que le gusta sentir porque sabe que es pura emoción, y que a mí se me transforma en las manos en deseos de abrazarla. Pienso también en la niña nube de regalos mágicos de efectos secundarios imprevisibles, y en la niña mar que busca y no se deja abrazar todavía porque aún no ha aprendido a dejar su mochilita en el suelo. Todas ellas, incluso yo misma, niña bosque de palabras a un ordenador pegada, son imágenes lejanas, como de un cuento que me hubieran leído hace mucho, cuyos detalles trato de recordar sin lograrlo, perdidos en la niebla de las cosas que no hemos vivido, sino que nos han contado. Lo real en este presente se reduce a 4 km a la redonda, todo lo que suceda más allá de la distancia que pueda recorrer a pie en una tarde es un mundo que no puede ser pensando desde aquí.
Dejan de sonar las campanas. Me levanto, subo las persianas hasta la mitad y vuelvo a la cama. Un libro, un cuaderno, un bolígrafo. A veces la vida es así de sencilla.
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