El camino

Cuando vivía en Canterbury caminaba todos los días de casa a la universidad. El campus -donde vivía- estaba a unas dos millas del pueblo, sobre una montaña, así que todo alrededor eran campos y bosques. El camino a los «colleges» quedaba perfectamente marcado en piedra y cemento entre los árboles, con su carril de bicicletas correspondiente. Entonces yo a menudo, consciente de esa frase en mi solicitud (la única mía, la que respondía a una pregunta y no a una casilla «¿Cuáles son sus motivos para solicitar una beca Erasmus?» «Porque sé que en Canterbury voy a ser feliz») me detenía en mitad del camino y pensaba: «La libertad es esto», al tiempo que me desviaba hacia los árboles, dejaba atrás el camino y llegaba justo a tiempo de la primera clase, pero por otro lado. Y esa libertad era como parar un poco el tiempo, como si en esos pasos nuevos todo fuera posible. A veces, incluso, la libertad era tan simple como dar un pequeño salto sin importar los demás de alrededor, coger una hoja de árbol y ponérmela en el pelo. Y era feliz.

En la línea de tren entre Barcelona y Sitges existe una parada diminuta, casi molesta, de la que siempre uno se olvida cuando, cansado, solo quiere llegar a casa: «Garraf». No todos los trenes paran en ella y en realidad es un simple apeadero. Todas las mañanas, todas las tardes, de ida o de vuelta al trabajo, miro por la ventanilla: «La libertad sería bajarse por primera vez en esta parada, hacer un quiebro en la línea recta de tren, detener el tiempo».

No todos los mares son igual de salados. Eso me lo enseñó en Inglaterra un hombre de mar, un buen amigo entonces, un compañero de camino de quien -tantas pisadas después- ahora no sé nada, aunque no se ha ido -ni se irá- de mis recuerdos. Él se agachaba, ponía la palma de la mano sobre el mar, como si lo acariciara, y después se lo llevaba a la boca, para probarlo. Desde entonces, cada vez que me acerco al mar, reconstruyo su gesto, dedos y labios salados e intento pensar en todos los mares anteriores, pero sin éxito, porque el mar es demasiado inmenso como para retenerlo en la memoria.

En Garraf no soy turista, pero mi mirada delata que no soy de aquí. Camino sin prisa y sin rumbo. Me asombra contar solo 6 nombres de calles y una sola tienda (de aparejos de pesca). Una mujer de unos 40 años limpia los cristales de su casa con música de los 80 y canta a voz en grito. Desde la calle otra le grita sonriendo «estás loca». Me ven y sonrío con ellas.

Me siento a escribir frente al mar y oigo pasar trenes detrás de mí. Pienso bien la fecha. Es asombroso. Justo hoy, hace 10 años, llegaba al campus de Canterbury, dispuesta a ser feliz. Ahora también cada paso es nuevo. Y la libertad sigue siendo tan simple como abrir un paréntesis, bajarse del tren y agacharse para probar el mar.

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