Apuntes II
Aunque yo nací como casi todos los niños de mi generación en el año 1977 en una gran ciudad (nada y más nada menos que Bilbao) y crecí en una capital de provincias como Vitoria, mi padre se jubiló muy pronto por enfermedad, cuando yo tenía 9 años y él 54, y eso me permitió tener unas vacaciones que supongo que eran la envidia del resto de niños pero que para mí eran lo normal: 3 meses en el pueblo, primero compartiendo casa con mis abuelos y después en nuestra propia casa, construida en una antigua panadería, con un horno de adobe como una habitación de grande donde fantaseaba si no habría un muerto escondido, porque mis padres nunca habían tenido la curiosidad de abrirlo.
Las historias de muertos eran normales en el pueblo. No solo entre la pandilla de los «mayores» que nos asustaban a los «pequeños» con historias de miedo contadas en la puerta del cementerio viejo, en total oscuridad, sino en cualquier conversación familiar. Siempre había alguien a quien dar el pésame o siempre había una historia con final trágico que se explicaba con intención moralizadora: «Mira el Pablo, que tenía 15 años cuando por andar descalzo pisó un clavo oxidado y como entonces no había vacunas, murió de tétanos» (yo tomaba nota mental: no caminar jamás descalza bajo posible pena de muerte) o «mira el no sé cuál que se puso a cruzar el río y justo entonces vino la riada y nunca más lo encontraron» (nota mental: no acercarse al río si había llovido mucho) o «Pobre Fulanita que se cayó del carro cuando volvían de segar y parecía que no se había hecho nada, pero a los tres días se murió de golpe» (nota mental: no hacer el tonto si los primos de mi madre me dejaban subir al tractor).
Los miedos que me transmitían no eran miedos de ciudad, no; eran miedos de que sucediese una desgracia y el médico no llegara a tiempo, o a caer en una sima y que nadie se enterase, o que te picara una culebra y no hubiera solución… Miedos, ahora lo veo, que solo pueden surgir en una «España vacía» y que desde luego mis compañeros de universidad no compartían.
También las preocupaciones familiares de esos días en el pueblo, aún siendo ya otros tiempos, eran cosas como no oír al panadero (que venía dos días a la semana y anunciaba su llegada con el claxon) y quedarnos sin pan, por ejemplo. Siempre había que estar alerta y ser muy previsor para que no faltase de nada. Aunque teníamos coche, la idea de cogerlo e ir a comprar a la capital no parecía algo que a mis padres se les pasara por la cabeza. A la capital solo íbamos un par de veces en todo el verano, a hacer papeleos o algún trámite oficial y mientras tanto dejar que «la niña se entretenga un rato con papeles viejos» (es decir, a dejarme sentada en la sala de investigación de la biblioteca).
Aquel era el universo en el que había crecido, en el que no se contemplaba ir al cine (no fui por primera vez hasta que no tuve 13 años, cuando mi hermano mayor cumplió 16 y mis padres nos dieron dinero para las entradas, como algo excepcional) ni al teatro (empecé a ir a partir de los 18, cuando regalaban entradas en el periódico y mi padre iba a primera hora a la redacción con el cupón recortado para ser uno de los 4 primeros y poder darle ese lujo a su hija) ni comprar libros por puro placer (sí comprábamos los de clase y algunos de historia). Por eso, cada vez que ya en Barcelona, con mi máster, mi trabajo, mis vecinos extranjeros economistas… alguien me proponía ir al cine, yo me lo pensaba mucho (y no digamos ya ir al teatro o a algún concierto).
Cada vez que volvía del pueblo de Soria a Barcelona y el autobús me escupía en Barcelona Sants (ahora es en Nord) me sentía totalmente fuera de lugar. Toda aquella gente, todas esas luces, los ruidos… no eran mi mundo y sin embargo allí estaba, como una más. Si cogía un avión para ir a Londres a ver a una amiga, no dejaba de pensar en lo maravilloso que era poder hacer algo así y en qué pensaría mi abuelo si me viera. El día que hice el viaje imposible Buenos Aires-Madrid-Soria-Ciria, me tiré reventada sobre mi colchón de lana tras la multitud de trayectos y medios de transporte con una mochila a la espalda repleta de libros de la calle Corrientes, y casi me pareció que más que un viaje en el espacio, había sido un viaje en el tiempo.
Porque viajar a esa «España vacía» (o «vaciada») en la que yo me he criado y desde la que escribo ahora, es viajar realmente en el tiempo.
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